La rivalidad era antigua y, habiendo tanto en disputa, había escalado sin pausa desde comienzos del siglo XVIII: Inglaterra, que ya tenía la mayor flota naval del mundo, estaba dispuesta a desplazar a España como la potencia dominante en las Américas. Y, con el poder de su armada y la sagacidad de su diplomacia, lo estaba consiguiendo. Ya disponía, por treinta años, del monopolio del tráfico de esclavos provenientes del África. Pero las limitaciones impuestas por los españoles le incomodaban lo suficiente como para estar dispuesta a irrespetarlas.

En efecto, el Tratado de Asiento de Negros —que así fue llamado el documento firmado en Madrid en 1713— establecía que los ingleses podían introducir cada año en las posesiones españolas de América hasta 4.800 esclavos y un “navío de permiso” de 500 toneladas para actividades comerciales. Esas cantidades, que al ser acordadas parecieron razonables, terminaron por ser insuficientes para la Compañía de los Mares del Sur, que había sido creada en Londres para hacer negocios en los puertos americanos, pero que, en vez de ganancias, estaba acumulando deudas.
La primera decisión fue recargar una y otra vez, en altamar, el “navío de permiso” y, así, sobrepasar el límite de 500 toneladas de la mercadería que los ingleses podían introducir en los puertos de América. Ante la evidencia del contrabando, la Corona española redobló la actividad de sus guardacostas en toda la costa del Caribe, con tanta eficacia que en la Compañía de los Mares del Sur se temió una quiebra inminente. Lo que, por supuesto, causó indignación y levantó consignas guerreras en el parlamento inglés. Pero Robert Walpole, el primer ministro, optó por la paciencia y la cautela.