Esta es la historia del artista George Febres (en realidad, Jorge Febres-Cordero Icaza, 1943-1996). Se trata de una historia que, como verán, da para llenar páginas, para filmar horas y horas de documentales, y para saborear múltiples conversaciones de sobremesa.

Rebelde miembro de una familia patricia guayaquileña —cuyos pergaminos incluyen próceres independentistas, un presidente de la República, por lo menos un cardenal, un santo y algunos escritores—, Febres, a falta de liquidez y patrimonio, por decirlo de algún modo, desarrolló un notable instinto de supervivencia y calle. Su buena planta, su locuacidad y su simpatía hicieron leyenda en el barrio Las Peñas y en la sociedad portuaria, claro, en la medida de sus estrechas posibilidades. Creo que fue Julio Ramón Ribeyro el que estampó la idea de que toda decadencia viene precedida por algún grado de esplendor…
Producto de su desclasamiento, durante su juventud, Febres desplegó un fuerte instinto de conservación y adaptación, un carisma que le permitió abrir puertas y cimentar relaciones; al tiempo que más adelante en su carrera puso en evidencia una idea artística mordaz, signada por el humor, caracterizada por la inteligencia e influenciada por la estética del pop.
A falta también de un título de bachiller, conocedor de que la situación de su familia no iba a mejorar en el corto plazo y de que el Guayaquil de su juventud ofrecía pocas oportunidades, Febres decidió hacer sus livianas maletas y buscar suerte en Estados Unidos. Allá, según cuentan sus parientes y como ha sido acreditado en un documental de X. Andrade, se enlistó en el ejército estadounidense durante la guerra de Vietnam y, al parecer, uno de sus superiores se dio cuenta de su extraordinario talento para el dibujo. Ese mismo oficial le preguntó si, luego de la guerra, tenía planes para matricularse en la universidad. Para Febres el problema práctico era que, por su juventud azarosa y desordenada en Guayaquil, en realidad no se había logrado graduar del colegio.