Madame Chloé temía el año nuevo porque lo sentía sobrecargado de presagios. Aquel primero de enero despertó con una tormenta de nieve golpeteando el techo y la ventana de su vasto dormitorio. Un tanto fastidiada, resbaló de la cama a su silla de ruedas y se encaminó hacia la ventana. Por poco pega un grito al ver que, en el alféizar exterior, un tumulto de gatos vagabundos raspaba con sus lanudas patas la ventana. Entre ellos, había un gato enorme que se frotaba el lomo contra el cristal y lo manchaba de sangre, como un toro rejoneado embistiendo contra el burladero.
Más que indignada, nerviosa, se acercó a la chimenea, tomó un atizador entre sus dedos temblorosos y con él hizo el inútil gesto de espantarlos. Los gatos, indiferentes, continuaron golpeteando la ventana entre maullidos que ella no escuchaba pero veía. De pronto, como por arte de magia o por el empeño gatuno y la tormenta, se abrió violentamente la ventana. Tal fue la sorpresa, incluso para los gatos, que, en lugar de precipitarse hacia la alcoba, permanecieron inmóviles durante unos segundos, procesando aquel milagro.
¡Philipe!, gritó una, dos, tres veces la madame, con su minúscula voz. Cómo podría escucharla si desde su taller se expandía por toda la casona la perenne “Revelge”, aquella balada fúnebre de Mahler. Dubitando entre ir en su busca o confrontar sola aquella pesadilla, vio, estupefacta, el alud de gatos, como pelotas de algodón, cayendo en su aposento. Espantada e impotente, con la absurda intención de ponerse de pie, volcó la silla aparatosamente, desparramando sus huesos sobre la alfombra. ¡Philipe!, siguió gritando enloquecida, mientras intentaba, ilusamente, erguirse, levantarse.
