Uno
Estoy desnuda ante una extraña. Tan lejos y tan cerca. Mientras me pone cera caliente en el vello púbico, me cuenta que su padre murió hace dos meses con coronavirus. No pudo ir al entierro porque él estaba en Venezuela y ella aquí. Su madre ha muerto también. Le queda una hermana. Tiene veinte años. Gana menos de doscientos dólares al mes, trabaja más de ochenta horas a la semana.
Soy impotente. Inmóvil. Permito que ella hurgue esos lugares inhóspitos de mi cuerpo. Las manos repasan mi piel como pétalos, tan suavemente que me cuesta creer que sea una extraña. Las fronteras del cuerpo y las fronteras de la tierra, pienso. Dos extrañas cerca. Ella extraña en un país, yo extraña en una camilla de operaciones en un momento tan íntimo y ajeno a la vez.
Dos
Nunca juré la bandera. No es que me opusiera conscientemente al acto. Pero la primera vez que hubiera podido hacerlo, en lugar de sostener la bandera como una heroína y llevarla en mis brazos, me desvanecí ante ella. Antes de que pudiera besarla, mi cuerpo, mareado de sol y patriotismo, eligió desmayarse. La segunda oportunidad, en lugar de rendirle pleitesía, me oriné en la marcha. No fue un intento de acto performático en el que, en aras de evidenciar que lo íntimo es político, intentara manchar con fluidos impuros a la patria. Simplemente fue el resultado de un ataque de risa que terminó en bochorno.
