La ceremonia de posesión había sido austera, muy sobria, pero de una circunspección infrecuente en las inauguraciones presidenciales, por lo general festivas y ruidosas. A esa severidad contribuyó el flamante gobernante con sus admoniciones: “a lo único que debemos tener miedo es al miedo mismo, al terror sin nombre, irrazonable e injustificado, que paraliza los esfuerzos que se requieren para convertir una retirada en un avance”. Pero hizo también un llamado al coraje y al esfuerzo: “el pueblo de los Estados Unidos jamás se da por vencido”.

Esa noche, la del 4 de marzo de 1933, Franklin Roosevelt, el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, no se quedó al baile inaugural: pasó la noche en su despacho, con sus colaboradores más cercanos, trabajando. Y es que no había tiempo para malgastarlo en fiestas porque el país estaba desmoronándose: la economía había tocado fondo, el pánico era generalizado, en veintiuno de los estados los bancos estaban cerrados (en una sucesión de ‘feriados bancarios’ iniciada en febrero) y las 18.569 instituciones financieras disponían, en conjunto, de menos de 6.000 millones de dólares en efectivo para responder por los más de 41.000 millones de sus depositantes. Una explosión social era inminente.
Para entonces, el planeta entero seguía sin recuperarse de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial: no sólo las economías mayores se habían desplomado, sino que el pésimo diseño de la posguerra hecho por británicos y franceses había generado el escenario ideal para una década entera —la de los años 30— de convulsión y radicalización política. Apenas 33 días antes de la posesión de Roosevelt, Hitler había tomado el poder en Alemania, Mussolini tenía lista la invasión a Etiopía y, sin que casi nadie se enterara, Stalin ya estaba ejerciendo la dictadura más brutal que hubiera habido jamás. El estallido de la Segunda Guerra Mundial era sólo cuestión de tiempo.