Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 464-Enero 2021.
Mi padre era enorme y distante. Casi siempre tenía los ojos enrojecidos, como si viniese de salir de una piscina. Más que en casa, su vida la pasaba en la relojería, que era, como decir, un sinagoga donde el oficiaba. Un espacio ideal para ser, o, quién sabe, para dejar de ser. Viéndolo desde la puerta era como ver un ogro de espaldas destripando relojes, que en sus manotas parecían lentejas de metal. Le ocurrían cosas raras, como en los cuentos infantiles. Una vez, al destapar un reloj de oro, de su engranaje secreto salió volando un moscardón. Otra vez, todos los relojes, sean de pared, de piso, de muñeca, de bolsillo, se pararon a medianoche en punto. Incluso los relojes destripados. Incluso el reloj del rótulo que era una simple pintura.
