Por Santiago Rosero.
Edición 420 / Mayo 2017.
¿Cuánto nos importa la opinión de los otros? Si eres un chef, vives en Francia y esos “otros” son la crítica más sofisticada, la cuestión puede ser de vida o muerte. Aquí va una historia que mira hacia la guillotina.

Noche del 26 de diciembre de 2016, hora de la cena. El Relais Bernard Loiseau es un hotel-restaurante que queda en Saulieu, una comuna de la región de Borgoña, en el centro-este de Francia. Tiene el ambiente de una vieja casona de campo: la chimenea encendida, los techos atravesados por vigas macizas, el piso revestido por bloques de ladrillo, las paredes ocres decoradas con grabados que muestran escenas de caza. En el comedor hay veinticinco personas repartidas en diez mesas, la ocupación correcta para esta época del año. La gente viste formal sin ser solemne y en la atmósfera se extiende una liviana maraña de sonidos agudos: copas que festejan, seseos, cubiertos de plata rechinando sobre porcelana fina.
Diez personas se ocupan del servicio y se mueven con la sincronía de un vals. Primero: vieiras (coquilles Saint-Jaques) ligeramente doradas a la mantequilla, acompañadas de zanahorias caramelizadas. Después: lomo y molleja de ternera con tubérculos antiguos y jugo a la trufa de Borgoña. Antes han pasado tres rondas de aperitivos y abrebocas, y más tarde vendrán una de quesos y dos de postres.
En la mesa contigua, los dos capitanes de servicio más experimentados sirven un clásico de la casa: una pularda entera (gallina de crianza doméstica), cocida lentamente en una vasija de barro y forrada, por debajo de su piel, con finas láminas de trufas. La cortan con gestos magistrales, frente a la mirada asombrada de toda la sala, y la sirven con arroz mezclado con más trufas. El aire queda impregnado del aroma achocolatado del más fino de los champiñones.
Bernard Loiseau podría estar orgulloso de que este espectáculo continúa en el restaurante que lleva su nombre, pero Bernard Loiseau no lo está. Cuando era uno de los cocineros más célebres de Francia y parecía tenerlo todo, se dio un tiro en la cabeza.
Eran las tres de la tarde del 24 de febrero de 2003. Loiseau terminó de dirigir el servicio del mediodía en su restaurante y se fue a su casa a descansar. Llegó, subió su habitación y encontró a su hijo Bastien, que entonces tenía diez años, mirando un partido de fútbol por televisión. Con un tono que no revelaba ninguna anomalía, le pidió que se fuera a jugar en el jardín. Cerró la puerta con seguro y, dos horas después, tomó un rifle de caza que su esposa Dominique le había regalado y se disparó.
Francia, donde la cocina es pasión de multitudes y razón de honra nacional, se enfrentaba a la incomprensible muerte de un ídolo. Loiseau era entonces el chef más mediático del país y uno de los apenas veinticinco cuyos restaurantes detentaban tres estrellas Michelin, quizá la distinción culinaria más prestigiosa del mundo, creada en 1931 por la guía de viajes Michelin (a su vez fundada en 1900 por la empresa de neumáticos del mismo nombre) y que desde entonces emite, anualmente y con calificaciones de una a tres estrellas basadas en visitas que realizan inspectores anónimos, una lista de los restaurantes de mayor calidad en doce países donde existen ediciones locales de la guía.
***
Bernard Loiseau nació en un hogar modesto en la región de Auvernia, en el centro de Francia, donde su madre, una cocinera curtida que le transmitió las primeras enseñanzas, mantenía una charcutería familiar. En 1968, cuando tenía dieciséis años, viajó a Roanne, en el centro-sur del país, para empezar su formación profesional en el restaurante de la familia Troisgros, una institución que desde inicios del siglo pasado y hasta la actualidad —ya por tres generaciones— figura en la cúspide de la gastronomía francesa. A los quince días de haber llegado Loiseau, la casa Troisgros recibió su tercera estrella Michelin. “En ese momento ocurrió algo en la cabeza de Loiseau, como un electroshock —les dijo más tarde a los medios franceses el chef Guy Savoy, que entonces era parte de la brigada de esa cocina—. Constantemente, él me repetía: Un día yo también tendré tres estrellas”. En el libro Bernard Loiseau, mi marido, Dominique Loiseau lo confirma: “Para Bernard fue la fascinación, un despertar, una revelación”.
En 1975, luego de un período de formación en varios restaurantes de París y de otras regiones, el entonces joven chef de veinticuatro años se instaló en el lugar que se volvería su laberinto. La Côte d’Or, el ancestro del Relais Bernard Loiseau, fue, entre 1930 y 1965, propiedad de Alexandre Dumaine, considerado en esa época uno de los grandes chefs de Francia. El restaurante obtuvo su tercera estrella Michelin en 1935 y la mantuvo durante todo el tiempo que Dumaine lo dirigió. Entre sus habitués estaban el rey Alfonso XIII de España, Orson Welles y Charlie Chaplin. Todo era gloria y glamour en la Côte d’Or, y Bernard Loiseau, que llegó contratado como chef y gerente por el nuevo dueño del lugar, se dispuso a seguir el legado de Dumaine y así construirse su propia leyenda. Al cabo de dos años de trabajo frenético, obtuvo su primera estrella Michelin, y al inicio de la década de los ochenta, se dio a conocer por cometer un afortunado atentado contra los fundamentos de la gastronomía clásica. En lugar de utilizar crema y mantequilla para crear salsas con los fondos de cocción (desglasar), como dictaba la tradición, realizó sus desglasados con agua y así se ganó el aprecio de gente influyente preocupada por la estética ideal. François Ceresa, escritor e íntimo amigo suyo, lo llamó más tarde “el pistolero de la cocina al agua”.
En 1981, con una cocina simple basada en los productos regionales de Borgoña y reconocida, además de por sus salsas ligeras, por sostener el principio de “no más de tres sabores en un plato”, Loiseau obtuvo la segunda estrella Michelin y eso disparó su prestigio. Un año después compró La Côte d’Or y colgó su nombre sobre la fachada. En 1991 logró cumplir lo que había anticipado cuando era un aprendiz: obtuvo la ansiada tercera estrella y con placer se sumergió en la embriaguez del éxito.
Loiseau pertenecía a esa casta de fieras que pueden pasar dieciocho horas al día en la cocina y todavía disfrutarlo. Lo llamaban “Monsieur 100 mil voltios de la gastronomía”, y era conocida la consigna que enarbolaba con el puño cerrado: La niaque! La niaque!, algo que podría traducirse como “¡el ñeque!”. El chef estrella se había convertido en vedete de televisión y, además, quería ser un entero hombre de negocios. En la segunda mitad de los noventa, compró dos restaurantes en París, creó una línea de alimentos con su nombre y una gama de platos gourmet para venta en supermercados. Sus iniciales estaban en todas partes: en la vajilla, en la mantelería, fundidas en metal en los extractores de humo de la cocina. En 1998 su emporio entró a cotizarse en la bolsa y él se convirtió en el primer chef del mundo en haber cruzado ese umbral financiero.
***
Alrededor de su muerte, se levantó una nebulosa en la que se mezclaban una desconocida enfermedad mental, su ambición incontenible y el papel supuestamente fulminante de una crítica especializada que parecía tener el poder no solo para provocar la gloria o el declive de un restaurante, sino también para sentenciar la vida de un hombre.
En noviembre de 2002, cuatro meses antes de su muerte, Bernard Loiseau y su esposa se reunieron con Derek Brown, el director de la guía Michelin en esa época. Las especulaciones sobre la influencia que ese encuentro pudo haber tenido en el suicidio del cocinero tomaron diversas formas a lo largo de los años hasta que, en 2013, al cumplirse una década del fallecimiento, la revista francesa L’Express reprodujo el memorándum de la reunión. Brown le había dicho a Loiseau que, a juicio de Michelin, en esos días su cocina pecaba de “irregularidad, falta de alma y de carácter”, un reproche que el chef, “visiblemente afectado”, se había tomado “muy en serio”. La revista también publicó la carta que, como reacción a esa conversación, Dominique Loiseau, encargada de las relaciones públicas del restaurante, le envió a Derek Brown dos días más tarde. El documento revelaba el grado de pleitesía que se puede llegar a tener para congraciarse con Michelin. “Bernard no ha cesado de revisar todo el menú con sus empleados, plato por plato, sazón por sazón, cocción por cocción. Comprendimos bien su advertencia y ahora todo está en camino en la cocina para corregir el rumbo”.
La diligencia para procesar el reproche no revelaba la recuperación anímica del cocinero. El periodista gastronómico Claude Lebey, amigo cercano de Loiseau, le dijo a L’Express: “Bernard salió de esa reunión decepcionado, nunca se recuperó, su talento para la cocina se paralizó definitivamente”. Poco después de ese encuentro en las oficinas de Michelin, la segunda guía más prestigiosa de Francia, la Gault&Milau, redujo la calificación al restaurante de Loiseau de 19/20 a 17/20. El chef empezaba a quebrarse.

El caso tomaría un giro dramático, cuando entró en escena François Simon, tal vez el crítico gastronómico más temido —y menos apreciado— del país. Simon, quien asegura haber inspirado el personaje de Anton Ego, el implacable crítico de la película Ratatouille, se había enterado, a través de un contacto suyo, de la recriminación que Michelin le hizo a Bernard Loiseau, y en febrero de 2003 publicó un artículo, en el periódico Le Figaro, en el que aseguraba que Bernard Loiseau estaba “legítimamente amenazado” por Michelin, e insinuaba que la guía estaba por retirarle al chef su tercera estrella.
El máximo desastre cabía en una palabra. En 2013 Dominique Loiseau le dijo a la revista Le Point que su marido se había desestabilizado tanto por el artículo de François Simon que tuvo que llamar a un amigo periodista para que le explicara las implicaciones de la palabra legítimamente. “Esa palabra”, dijo ella, “Bernard nunca la entendió y sobre todo nunca la aceptó. Estoy convencida de que, si François Simon hubiera tenido un poco de valor y de integridad para explicarse ante Bernard, quizá no estaríamos en esta situación”.
El mal augurio de François Simon resultó ser una farsa. Quince días después de publicado su artículo, la guía Michelin presentó su palmarés y en él figuraba el restaurante de Bernard Loiseau todavía con sus tres estrellas. Había motivos para retomar la calma e incluso para festejar. Los grandes chefs saben que la presión para ganar la máxima presea es poco frente al tormento que significa mantenerla, pero Bernard Loiseau, se sabría luego, estaba quemado por dentro. Al cabo de unos días, se encerró en su cuarto y se suicidó.
***