Por Gabriela Robles.
Fotografía Ferri Caicedo.
Edición 415 - diciembre 2016.
La música de Guanaco MC lleva años enteros sonando en las radios ecuatorianas, reuniendo y encontrado a su público. Pero Blasfemia, su álbum más reciente y el cuarto de su carrera como solista, se siente diferente, como una verdad incontrolable que no se puede callar.
Guanaco está por salir al escenario. Han pasado horas de montaje, pruebas y ensayos con el elenco que levantará el show: la presentación de Blasfemia, su nuevo disco, en el Teatro México, al sur de Quito. Una actriz llamada Sofía camina a paso rápido hacia uno de los patios del teatro, lleva puesto un traje negro de noche, hoy hará el papel de la tristeza, se arrastrará por el piso, llorará y se convertirá en la muerte. Los músicos han dejado sobre el primer plano del escenario una mesa, una lamparita, un mantel, dos sillas y en el centro una botella. Han dejado libre el espacio donde sucederá la película de Guanaco, su historia contada a través de símbolos. El tablón es el parqué de una cantina. Nadie sospecharía que se trata de un disco de hip hop.
Guanaco se duchó, se miró al espejo y acomodó un alzacuello en su camisa negra: su forma de encarnar a la blasfemia es disfrazarse de sacerdote. Hace unos días mandó a comprar velas, claveles y heliconias para el escenario: esto también podría ser un velorio. Ahora sí, veinte minutos antes del show, se apoya contra el mesón del camerino y se da el gusto de conversar un rato con una botella de Norteño a medio empezar en la mano. “La necedad”, dice. Toma un sorbo a pico y se lo pasa a un amigo. Que no sabe por qué hace todo esto, dice, “pero lo hago”. Alguien tiene que hacerlo y mejor que sea él. Aunque una luz fluorescente aclara el espacio, Guanaco está a punto de presentar el disco más oscuro y más llorón de toda su carrera.
Dice “¡toma!” y el público le regresa un “¡toma!” que se escucha a kilómetros de distancia. Señala con su micrófono hacia la masa y ellos gritan con todo el ímpetu: “¡Toma!”. El músico se consuma en esa interacción repleta de adrenalina en la que cada vez que lanza un “vamos mi gente”, un “say wo-o” y camina a saltos de un lado para el otro del escenario, está continuando con la carrera que empezó cuando era un niño, a los ocho años. Guanaco tiene conciertos todo el tiempo y fans en todo el país que le siguen y lo piden en la radio. Blasfemia es su cuarta placa y una buena forma de demostrar que, como dice uno de sus hits, uno “siembra para cosechar”.
Raíz (2013), su disco anterior a Blasfemia, entró al circuito comercial con facilidad, un salto que pocos discos alternativos ecuatorianos pueden dar. Tuvo hits en las radios como Vamos pa’ la calle y Siembra, que le abrieron túnel para resbalar hacia públicos que no solo escuchan hip hop. Raíz es un lado feliz de Guanaco y prometía una continuación inmediata. “Tenía todo planeado para hacer otro disco. Doce temas que venían de lo que me podía salir mejor”, pero había algo en su interior que le pedía salir con fuerza, y para él escribir es un acto de correspondencia con la realidad, con su realidad. Sus canciones más fuertes han salido así, one take, como las de Blasfemia, que se volvieron urgentes.
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La historia de Guanaco comienza en Ambato, en las calles del barrio popular Juan Benito Moreno. Juan Pablo Cobo, hijo de mecánico y ama de casa, creció viendo a sus padres sacarse la mugre. “Cuando mi papá me ve las manos, me dice ‘ve tus manos, nunca tuviste que ensuciarte’. Él tiene las manos como guante”. Guanaco no tiene las manos partidas, pero siempre tuvo que camellar duro. “Trabajé en cosas feas. En una fábrica de cuadernos, en una lavandería industrial, hasta de payaso hice una vez en una fiesta”. “Es que Juanito siempre es pura elegancia. En la calle, en el camello, quebrándote en la cancha”, recita la Canción para Juan, un tema de este último disco en el que recuerda esos días en la tierra de las flores y las frutas. En su casa aprendió lo que es el trabajo, pero también lo que es la música. Su familia, tíos y primos incluidos, tenía la tradición de reunirse a escuchar música rockolera en la radio todo el día, sacar tonadas de música popular y escuchar a la abuela tocar el acordeón. Hasta intentaron que Juanito aprendiera la guitarra, pero no hubo mucho que hacer. Odió.
Antes de cumplir los diez años, Juan Pablo ya era más Guanaco que Juan. No fue un cambio que escogió a voluntad ni pensando que ese alias sería su álter ego musical. Juan, de ocho añitos, repite y repite los chistes que le cuenta el guachimán del barrio, en los que el ‘guanaco’ es el apodo púdico con que se refiere a sus partes. Su nombre cambia para siempre. La familia y los amigos le dicen Guanaco cuando lo llaman a comer, cuando le gritan que salga de la casa y venga a escuchar música. Por esos días él y sus vecinos empiezan a escuchar la música de los chicos grandes del barrio, el rap de Mellow Man Ace, Vico-C, Vanilla Ice; el trash y el hardcore que pasa el MTV de la época. Guanaco camina por la calle, se cubre la cabeza con una capucha, pasa frío y aprende el arte de seguir los pasos de los más sabidos.
“Éramos bien noveleros. Con mis panas armamos una banda para tocar la música que escuchábamos y hacíamos rap aunque no entendíamos bien de qué se trataba. Era como la orquesta del Chavo, más o menos, y yo cogí la batería. No teníamos nombre ni nada. Pero ese fue mi primer contacto real con la música”. Juan Pablo dio su primer concierto frente a unas 60 personas en una mecánica con piso de tierra y lluvia, detrás de la Plaza de Toros de Ambato, en el invierno de 1994. Su grupo le abrió a Chancro Duro, una banda pesada con buena fama. No quieren quedar como blandos, así que tocan sus temas acelerados para que suenen a grind, de lo más extremo que hay en el hardcore metal. Y se toman un té de floripondios. Bienvenidos al underground, chamos.
Siguieron, crecieron, mutaron. Algunos se fueron, de la banda y de la música, pero Guanaco siempre se quedó. Unos años más tarde, empezó a cantar en Mortero, un clásico de la escena metalera, con quienes viajó, ganó cancha y seguidores, además de admiración por su habilidad para encontrar las letras precisas. Así, de a poco, se metió en la movida alternativa ambateña, donde ya sonaban bandas conocidas en todo el país como Cafetera Sub y Mamá Vudú. Estaba adentro, había agarrado confianza y podía decidir qué música hacer. Eso significó regresar al rap y a la par, por qué no, formar una banda de reggae que se convertiría en la mole más querida del género en todo el Ecuador.
Cuando Sudakaya empezó a pegar con la gente, Guanaco tuvo la certeza de que su música podía entrar en la vida de los demás. Convocó a miles de chicos en el Ecuador bajo la bandera del reggae, Jah Rastafari y la marihuana. “Fuimos parte de un shock cultural. La primera generación en decir abiertamente que fumaba weed”, dice. No era un invento, pasaba, y los que se sintieron identificados saltaron en sus alas.
Hugo Caicedo, guitarrista, cantante y cofundador de Sudakaya, recuerda que una tarde se le acercó a Guanaco para invitarle a que tocaran juntos en su casa. El llamado tímido se convirtió en muchísimas tardes de escuchar música, fumar porro y a veces, para sentirse más malos, música, porros y jacuzzi, todo en un combo de película gánster que produjo canciones contagiosas. “Compartíamos el gusto por la música caribeña, el calypso, el rap de SFDK, el reggae de Marley, de Sizzla, y por otro lado, ese apegue por la música criolla”, Julio Jaramillo y Alci Acosta eran infaltables en su lista, cuenta Hugo. En un mes armaron ocho temas con los que empezaron a conquistar los oídos jóvenes de una generación que, hace dieciséis años, necesitaba canciones para cantar. Sudakaya sacó tres discos, un EP y giró por Europa, Estados Unidos y toda Latinoamérica, como solo unas pocas bandas del Ecuador lo han hecho hasta ahora.
Raúl Molina —un monstruito para la batería de menos de treinta años de edad, que toca con Guanaco pero también en otros grupos como Jazz the Roots, Wañukta Tonic y con la cantante Paola Navarrete— confía en el criterio con que Guanaco dirige su banda. “Tiene como esa característica de líder innato. A veces me olvido que estoy tocando con una persona que admiré desde chiquito”. Raúl tenía a Guanaco, por Sudakaya, en un atrio junto con sus músicos favoritos locales, y cuando empezaron a tocar se convirtió en su pana. Sus historias se han construido así, desde la amistad, la familia y la música. Las tres cosas se amalgaman como una sola y de ahí sale la rima, la letra honesta hablando de su vida en cada tema. Nada es casualidad.
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