Por María Fernanda Ampuero.
Edición 432 - mayo 2018.

El surrealismo es lo que tiene: es atractivo, tiene colorido, es juguetón, saca una sonrisa. La gran masa, a fin de cuentas, solo quiere divertirse. Y, la verdad sea dicha, la pequeña masa también. Por eso, en estas vacaciones de Semana Santa el Teatro Museo Dalí de Figueres, en la convulsionada Cataluña, está lleno a rebosar.
Dalí nació en Figueres, y Figueres, con esta construcción estrambótica ubicada en el número cinco de la plaza Gala-Salvador Dalí, no deja que lo olvidemos. Hileras de personas-hormigas suben y bajan por esta construcción delirante —una mezcla entre torre de Babel y juguetería— buscando fascinarse. Y se fascinan, claro. Este museo, que se ubica entre los cinco más apreciados de España con casi millón y medio de visitantes al año, es como el parque temático de Salvador Dalí, su proyecto más surrealista, digamos, donde se conserva su última, maravillosa habitación y donde el megalómano artista decidió que estuviera su tumba, extrañamente sobria: nombre, apellido, título nobiliario, dos fechas y punto.
Todo el mundo sabe algo sobre Dalí. Sus bigotes, sus relojes chorreantes, sus paisajes oníricos cargados de huevos prehistóricos, son tan parte de la cultura popular como las orejas de Mickey Mouse. Quizás por eso la visita a su museo resulte como la visita a un amigo loco, excéntrico, al que se conoce muy bien, pero que nunca nos ha invitado a su casa.