Los conspiradores, que eran trece, dejaron todo listo la noche anterior: bastante carbón, leña suficiente y, sobre todo, 36 barriles de una pólvora negra y reluciente, que, si todo salía como debía, iba a causar una explosión grandiosa, magnífica, que quedaría para siempre en los libros de historia y que cambiaría el rumbo —pérfido, torcido— del país. Inglaterra no volvería a ser la misma después del 5 de noviembre de 1605.
Al día siguiente, en efecto, cuando estuviera reunido el parlamento, con el rey Jacobo I en su trono, el único de los conspiradores que tenía experiencia militar, llamado Guy Fawkes, haría reventar la pólvora y todo el enorme edificio, con sus torres soberbias, se desplomaría desde sus cimientos. La aristocracia protestante, encabezada por el rey venido de Escocia, sería borrada de la faz de la Tierra, otra dinastía asumiría la corona e Inglaterra volvería a ser una nación católica, apostólica y romana.
