EDICIÓN 486
Sus críticos, que abundaban, decían que “el mal lo hizo bien y el bien lo hizo mal”, que se encarnizó sin piedad con sus enemigos mientras convertía a la asistencia social en dádivas y clientelismo, que detrás de su amorosa beneficencia había un cálculo político frío y sagaz. Pero los pobres, sus “descamisados”, la adoraban, la veneraban, la tenían por una santa. Santa Evita. Y su muerte a los 33 años, cuando estaba en lo más alto del reconocimiento dentro y fuera de la Argentina, la convirtió en una leyenda, en un mito interminable.
Un cáncer le había desgarrado las entrañas en una agonía larga y cruel, que fue seguida día a día por todo un país que contenía el aliento en espera del desenlace, unos para festejarlo (“viva el cáncer”, escribió alguien en una pared), otros para llorarla sin consuelo. Y es que, tal vez como nunca antes, los argentinos estaban divididos en dos facciones lejanísimas: según cifras de 1940, su país estaba en manos de 1.804 propietarios, gente refinada y culta, sin duda, pero ajena a la situación de los demás.
