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El amor espera

por admin

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Los nombres propios de esta crónica, al igual que los de ciertos lugares aquí mencionados, han sido cambiados a pedido de los involucrados. ///

Por Juan Fernando Andrade ///

 Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres solo se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida. 

Gabriel García Márquez

 Desde 1943, cuando fue convocado por primera vez a la selección manabita de fútbol, hasta 1949, cuando se retiró después de haber sido titular en los mejores equipos del país y de haber participado en un Campeonato Sudamericano en Brasil, Lucas el Mono Álvarez supo que el deporte no podría darle de comer. Mientras jugaba en Guayaquil, por ejemplo, la Empresa Eléctrica le ofreció un trabajo como controlador de medidores para redondear su sueldo. Y poco después, tras conseguir una mejor oferta como guardaestanco del Estado, salió de la cancha y no volvió a entrar.

El trabajo no era sencillo. Armado con una Smith & Wesson calibre 38 y acompañado por gente que carecía de entrenamiento militar, el Mono Álvarez era el encargado de confiscar el aguardiente que se producía de forma ilegal en las haciendas de la zona, usando trapiches con los que, además, procesaban alfeñique y raspadura. Era un hombre joven, pero ya tenía familia a la que empacaba cada vez que sus superiores lo enviaban a la comisaría de Portoviejo o a patrullar las aguas de Esmeraldas. Tras varios años nómadas, la familia se radicó finalmente en su pueblo natal, un valle al sur de Manabí, rodeado por una cordillera que se cubre de niebla al final de cada tarde.

Lucas el Monito Álvarez nació en 1953. Sus primeros años los pasó a bordo de una balsa, pescando con otros niños de su edad en las playas de Esmeraldas, y cuando llegó a Manabí tenía el acento de los negros marcado en los labios y la piel ensombrecida por el sol. Durante su primer día de clases en la escuela Gabriel Téllez, regida por sacerdotes mercedarios y donde se educaban los hijos de los ricos del pueblo, el Monito le partió la boca a un compañero que se atrevió a imitar su acento casi africano y, de paso, le arruinó la camisa blanca del uniforme. El pequeño quedó tumbado en el piso, cegado por su propia sangre. “Yo tenía que durar por lo menos media semana con esa ropa. Cuando veo la camisa me acordé de la paliza que mi mamá me iba a dar y dije: con este me desquito primero”.

Lorena Bastidas Balladares, su madre, tuvo ocho niñas más desde su llegada al pueblo, y estaba en las primeras semanas de un nuevo embarazo cuando su padre fue nombrado comisario municipal en Portoviejo. El Mono se había mudado a la capital de la provincia para trabajar y allí se había quedado, envuelto en los brazos de un viejo amor, con la condición de volver al pueblo si la criatura resultaba ser un varón. Durante el embarazo, la mujer hizo la manda de trepar a pie la loma que por entonces conducía a la capilla del Cristo del Consuelo, donde rezaba de rodillas al Señor. Al final, el cielo cumplió con su parte del trato y nació un niño, el último de los Álvarez Bastidas. El Mono también cumplió y, en cuanto lo supo, abandonó a la mujer que tenía en Portoviejo y volvió con su familia para siempre.

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