
La luz filtrada por las paredes de caña le encandila la cara. James ni pestañea. La tez morena del niño, de siete años, brilla con el sol que, afuera de su casa, tuesta las calles arcillosas de la 26 de Agosto, una cooperativa escondida en el ya recóndito Monte Sinaí.
Los 32 °C de esa mañana en el noroeste de Guayaquil convierten a la covacha —las paredes son mitad de caña y mitad de hojas de zinc— en un sauna. Es lunes, 2 de julio de 2021, y James no recibió clases bajo el árbol de guasmo que usualmente lo refresca con su sombra. Tiene que seguir la sesión por Zoom y el celular que usa está tan desgastado que, si lo desconecta del cargador, se apaga. Debe aguantar el vaho caliente dentro de la cabaña tres días por semana. Durante el resto de la semana, la lozanía del árbol le hace las tareas más fáciles.
El sudor le recorre la frente, pero tampoco lo siente. Está concentrado en lo que la maestra dice sobre los reptiles. Sus ojos van del libro al celular que está apoyado sobre un frasco de suplemento alimenticio. El aparato, que tiene los filos carcomidos y la pantalla cuarteada, está conectado a lo que queda de un enchufe remendado con cinta aislante de color negro, que resalta sobre una mesa redonda de madera que hace de comedor, de repisa y de escritorio.