
Tenía veintiséis años cuando, casi por azar, me encontré con el libro de un autor ecuatoriano. Hasta entonces no me había encontrado con literatura ecuatoriana que me entusiasmara demasiado o, en otras palabras, que me reflejara. Lo poco que había leído me resultaba aburrido y forzado; a veces interesante, incluso bello, pero lejano. Cuando agarré ese libro ya no lo solté. Al fin encontraba personajes con los que me identificaba, personajes que hablaban como yo, conflictos cercanos a los míos, y pude reconocer la misma ciudad que yo habitaba.
Enseguida pensé que quería ser amiga de ese autor, busqué su perfil en Facebook, pero claro, este autor era tan chévere que no tenía Facebook. Me quedaría con la pica de conocer al autor de Hablas demasiado.
Semanas más tarde recibí un mail en el que me pedían información sobre las locaciones de una película que yo había hecho. Lo necesitaban para un libro en proceso. Quien me escribía no me conocía personalmente pero había visto mi película y le había gustado, entonces había conseguido mi correo y me había escrito. Sincronicidad junguiana. Porque, obvio, esa persona era Juan Fernando, el autor de Hablas demasiado, y tiempo después me invitó a escribir una columna en la revista con la que yo siempre había fantaseado publicar, esta revista que usted ahora mismo tiene en sus manos.