Me pregunto: ¿cómo una estrella de cine que ha alcanzado la cima, que ha acuñado una fortuna de más de 250 millones de dólares, que es dueño de una isla en Belice, que tiene los ojos de un color azul-iceberg, que tiene ángel y genio, que es dueño de una coqueta sonrisa de conde licencioso, que tiene el cabello de un joven dios rubio, se halla completamente solo ante una mesa del Governor’s Ball en Los Ángeles, esperando a que le graben su nombre “Leonardo DiCaprio”, en su estatuilla del Óscar?
En el video que colgó Variety Magazine, en la red, el actor luce solo (y también solitario). Luce impaciente (y también aburrido), luce diplomático (y poco espontáneo). Hay un peso metafísico sobre DiCaprio que lo contiene/retiene. Es un peso que le quita luz y le carga una sombra que parece comunicar: “No me siento a gusto aquí ni conmigo”. Observándolo con detenimiento, los músculos de su cara oscilan entre la rigidez y la sonrisa políticamente correcta.
