Por Paulina Simon Torres
Ilustraciones: Paco Puente
Edición 457 - junio 2020.
Aquí podríamos decir lo siguiente: ¡felices cuarenta! O, mejor dicho: ¡felices cuarenta días de cuarentena! Pero, ¿han sido felices? Sin duda, esta temporada puertas adentro nos ha golpeado a todos de maneras tan comunes como radicalmente opuestas: algunos, aunque no sin dolor, están llegando a las conclusiones correctas.

Martes, 11:30. Hace más de tres horas dispuse todos los espacios para que cada persona de la familia pueda trabajar en sus actividades diarias. Mi marido da clases en la mañana y yo en la tarde. Él no se complica; se guarda en su estudio, el cuartito al lado de la lavandería al que llega Internet a medias, y habla fluidamente, comparte vídeos y pantallas con una seguridad en sí mismo que me impresiona. Cada cierto tiempo sale de su cuartucho/taller de todos los juguetes rotos que se dedicará a reparar con brujita para nuestros hijos, a servirse la (¿cuarta?) taza de café de la mañana y pide silencio. Como si no viviera con dos criaturas bulliciosísimas y su madre, que grita todo el tiempo.
Yo sostengo todo lo que pasa fuera de cuadro: niños que gritan, ollas que pitan, lavadora y secadora en marcha, platos estrellándose entre sí por el apuro de quien los lava, es decir, yo. Antes, había preparado ya todo para que el hijo mayor se conecte por Zoom a sus clases, el ID de usuario y la contraseña que los profesores insisten en enviar de uno en uno, todos los días, para cada clase: cada cuarenta minutos recibo un nuevo usuario, clave, link. Pela papas, revisa WhatsApp, grita: ¡Ya te toca matemáticas, te dicto el ID de sesión! Finalmente, en la mesa de la cocina todos los artículos dispuestos para las tareas de lenguaje de mi otro hijo que está en alguna etapa incierta de su proceso de lecto-escritura; para la que he fabricado, con la ayuda de los videos que han grabado sus profesoras: palabras, tableros, sobres con alfabetos móviles. Mientras le explico lo de las letras, vocales azules y consonantes rojas, el hermano —que está con audífonos— grita con todos sus decibeles: “Mamáaaa, tráeme una cartulina”. Voy corriendo. Aparezco frente a su cámara delante de todos los niños con guantes de caucho, la escoba, la cara de loca, mitad pijama, mitad lo que sea, y una niña dice, “Chócale, mi mamá también está barriendo en pijama”.
Son las 11:30 y todavía tengo que resolver un pedido a la farmacia, conseguir una asistencia para cargar la batería del carro, leer un texto para mi clase de las 13:30, leer la octava versión del guion de alguien, ver imágenes del proyecto de otra clase, crear las sesiones de Zoom para mis clases del resto de la semana, asegurarme de hacer el pedido de frutas y verduras a la casera, lavarme el pelo para presentarme en mi próxima clase medianamente decente y… y…
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Es el día cuarenta de nuestra cuarentena. Quizá debería hacer un brindis con limonada para todos, por cuarenta días inolvidables y por los próximos veinte, cuarenta, sesenta días más en que repetiremos esta rutina con algunas variables dependiendo de qué adulto esté a cargo, según el horario de dos profesores universitarios que dan clases en línea mientras sus dos hijos reciben clases en línea.
Durante sus horas de turno, mi marido fabrica aros de básquet de cartón, usa los trípodes de fotografía para poner los aros a la altura a la que los niños pueden hacer clavadas, le toma las tablas al un hijo mientras le cura los dedos al otro, que se quemó con la pistola de silicón (tercera vez este mes). Hace pan, intenta hacer pan. Y el problema no es hacerlo, el problema es que hay que comerlo, quede como quede. Prepara mucho canguil para frenar un poco el apetito desenfrenado de dos criaturas flacuchentas que a la vuelta de cuarenta días tienen las bastas de los pantalones en la pantorrilla.
Todos estos días en casa y pensar que somos solo una minúscula partícula del encierro global me deja sin aliento. Pero, como a todo, parece que me he acostumbrado. Recibo esa pesadumbre diaria con algo que parece estoicismo, respiro profundo esperando que mis pulmones funcionen bien, sacudo un poco el cuerpo y vuelvo a poner en modo operativo mi cerebro. Hay mucho que hacer.
Los primeros días de la cuarentena me flaqueaban las rodillas y me la pasaba llorando. La ansiedad era inabarcable y me encerraba en el baño para que mis hijos no me vieran completamente descompuesta. En los últimos 33 días he fortalecido mi respuesta frente al desastre mediante una terapia de choque. Soy del grupo de personas que quiere permanecer informada, aunque eso le cueste la noche en vela. He preferido saber. Parece morboso, pero quiero saber del dolor ajeno y de la miseria humana, de las historias de terror de cuerpos abandonados en las bancas de los parques; de ataúdes viajando escondidos entre cajas de frutas regresando desde la Costa para ser enterrados en el páramo, del barril de petróleo a precio de chicle masticado y escupido; de las olas de contagios masivos que se vienen, de los mercados cerrados y los campesinos muriendo, de la señora de la tienda de la esquina que dio positivo. Prefiero saber. Quiero saber. Necesito que la tristeza y el miedo activen mi sentido de supervivencia y, más que eso, mi capacidad de protección para preparar a toda mi familia para días aún más negros.
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