Budapest era una fiesta. Y era, tal vez, la más espontánea y feliz que se recordara en esa ciudad magnífica, en la que el Danubio sí es azul. El gobierno había caído, con lo que —según parecía— el sistema socialista había perdido el poco respaldo que todavía le quedaba en Hungría.
Y, sin desperdiciar ni un solo instante, las nuevas autoridades anunciaron el llamado a elecciones libres y la devolución a los ciudadanos del derecho a formar gremios, partidos y sindicatos, a leer una prensa independiente, a emprender en negocios y empresas y, en fin, a practicar sus convicciones religiosas sin temor ni amenazas. La libertad, al fin.
Once años antes, en 1945, la Unión Soviética había librado a Europa Oriental de la dominación nazi, pero a todos los países que ocupó les fue imponiendo su propia dominación: gobiernos satélite, manejados desde Moscú. En el caso de Hungría esa imposición se demoró cuatro años, porque allí había un gobierno de amplia coalición, con amplio apoyo ciudadano, que no podía ser desplazado de un día para otro.
