Por Juan Fernando Andrade
Mexicali, Baja California, 1934. En la oficina del cónsul norteamericano de la ciudad más caliente de México, un austriaco de 28 años abre un maletín y le entrega al funcionario su pasaporte, su partida de nacimiento y varias cartas de otros norteamericanos que aseguran conocerlo. El austriaco ha pasado los últimos seis meses en Estados Unidos y ahora necesita una visa especial para regresar y tramitar su residencia. El cónsul revisa los papeles y le pregunta, ¿esperas que acepte esto? Ya sé, le dice el otro en un inglés de principiante, cargado de acento germánico, he tratado de conseguir los documentos apropiados pero en la Alemania nazi nadie quiere dármelos, y si voy por ellos me van a poner en un tren rumbo a un campo de concentración. Se miran en silencio. ¿A qué te dedicas?, pregunta el cónsul. Escribo películas, dice el joven. El cónsul se pone de pie, camina alrededor del escritorio y se para detrás del solicitante. El joven siente que lo están midiendo con una cinta métrica. ¿Es así como se ve un guionista? Finalmente, el cónsul vuelve a sentarse, toma el pasaporte, lo abre y le estampa dos sellos de goma empapados de tinta. Escribe algunas buenas, le dice antes de despacharlo.
