
¿Es o no sorprendente que deportistas de remotas regiones sean capaces de unir al Ecuador en torno a sus medallas olímpicas? A todos los ganadores —Richard Carapaz, Neisi Dajomes y Tamara Salazar, en las Olimpiadas 2021 de Japón; Jefferson Pérez en Atlanta 1996 y Pekín 2008— los une una historia de lucha. Parece película repetida, pero cada vez que un deportista triunfa con sus propios recursos (incluidos zapatos rotos y ropa remendada) las miradas apuntan hacia dirigentes impávidos que trabajan muy poco.
El esfuerzo casi siempre es personal y, por eso, la gloria alcanzada llena de orgullo a la sociedad. Con la pandemia aún vigente en el mundo, muy pocos creyeron que el Ecuador se ubicaría como una de las mayores sorpresas latinoamericanas en los Juegos Olímpicos de Japón. Competencia inolvidable también porque por primera vez dos mujeres se subían a un podio para recibir sus medallas. Los triunfadores, sin alardes, dejaron evidenciado el papel de un Estado inactivo, que no contrata entrenadores ni masajistas, ni siquiera aporta con los implementos necesarios para competir.
La experiencia victoriosa en las recientes olimpiadas quedó impresa en la historia. Los Pérez, Dajomes, Escobar y Carapaz sembraron semillas de ilusión que darán sus frutos en futuros torneos internacionales. Ese Estado poco generoso con los deportistas tiene la obligación de mejorar la educación y la nutrición de la infancia que, durante la pandemia, se esforzó para no interrumpir el ciclo de aprendizaje bajo un techo de zinc, con 32 grados de temperatura en las calles del Monte Sinaí.