
De la pandemia, el confinamiento y la incertidumbre nacieron las nuevas formas de ver el mundo. Estas deberían tener como centro de atención a los niños, y son necesarias todas las variaciones de un sistema caduco para dar paso a los nuevos y soberanos habitantes del planeta.
Me encuentro con Daniela Armendaris, pedagoga y psicóloga, en el Jardín Botánico de Quito, donde tiene su sede una de las células de la escuela Comuna, entre árboles, flores y pájaros. Al caminar junto a ella por una de las “aulas” (entre seis y ocho niños, una guía en medio de uno de los claros del jardín, al aire libre), noto de entrada que el concepto de escuela está ya transformado.
Daniela vivió durante ocho años en Leeds, Inglaterra, con su esposo y sus hijos. Vivió la experiencia ambigua, rica y reñida, de toda persona migrante: el choque cultural, intensificado por la presencia de los hijos, acentuó la sensación de lejanía y extranjería que marca, con menor o mayor énfasis, la movilidad humana (desde lo más cotidiano, como lo gastronómico, hasta lo existencial, como la barrera del idioma, pasando por todos los matices que supone ese abanico).