Por Ana Cristina Franco
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta
Edición 461-Octubre 2020
Para mí montar bici todas las mañanas es un acto de fe. Un ejercicio de voluntad en el que, más que vencer la pereza, venzo el miedo. ¿A qué le temo?, ¿qué puede pasarme dando una vuelta en bici por un barrio campestre? Yo le tengo miedo, por ejemplo, a que una bandada de perros de gasolinera me ataque brutalmente; a que el monstruo de los Andes me viole; a que una señora me lance agua hirviendo; a que un camión me atropelle y me mate. Por eso, los paseos se vuelven tan fascinantes, incluso los he visto como una pequeña metáfora de la vida; ya saben, esforzarse en las subidas, vencer obstáculos, pensar que una pequeña bajada asfaltada compensa un largo camino de piedras; aspirar aire fresco, sentir el viento frío de la mañana en la cara, girar el rostro, adivinar que el paisaje no alcanza en los ojos, pensar que Dios existe: llegar a la casa secretamente victoriosa porque no me he perdido para siempre en una dimensión desconocida. Estas reflexiones no son, para nada, proporcionales a mis pequeños paseos en bici. Soy tan mala “ciclista” que siento que no me merezco todavía el derecho de escribir sobre esta experiencia. Pero lo hago, sin permiso, porque hay algo ahí que quiero descifrar, quizá la extraña relación entre pereza y miedo. Es interesante cómo estos pecados capitales van de la mano. Yo creo que el miedo se disfraza de pereza (o al revés) y logra privarte de experiencias increíbles.
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El miedo, uno de mis sentimientos más presentes desde que tengo uso de razón, ahora es una constante para todos. Desde que un día de marzo descubrí, con resaca, que el mundo se había acabado, la casa se convirtió en una especie de barco de guerra. O, mejor dicho, en una botella de vidrio que flota en un mar lleno de tiburones y en cuyo interior viajo con el Lucas y el Mario. He comparado mucho a la cuarentena con el posparto: esos días eternos en los que el mundo parecía detenido, en los que debías cuidarte para cuidar, en los que el miedo y el amor se confundían en cuerpos temblorosos a los que no les importaba el mundo, porque no pertenecían al mundo, solo les importaba existir, sobrevivir, hacer que el otro exista, alimentar, sostenerse y sostener.
