
Es raro pensar en todas las cosas que he hecho, y sigo haciendo, para parecer (o ser) bella.
El algoritmo conoce mi fragilidad y me envía soluciones: blanqueamiento dental, cirugía con láser para bajar la panza, rutina de ejercicio para mujeres de más de treinta, depilación definitiva, pestañas pelo a pelo, lifting facial, rinoplastia no invasiva, reducción de medidas con masajes, terapia ayurveda, ayuno intermitente, manicura definitiva, crema antiarrugas de día, crema antiarrugas de noche.
Nunca he logrado ser una “lady”. Admiro a las amigas que se visten cool y siempre encuentran las cosas en sus carteras. Hay gente que, aunque sea pobre, se ve elegante; y otra que, aunque tenga mucho dinero, se ve hecho un desastre, haga lo que haga. La elegancia se tiene o no se tiene y yo nunca he podido llevar una manicura perfecta porque detesto lavar los platos con las uñas largas y, sobre todo, porque escribo. Pero, ¿qué me llevó una tarde a un horroroso spa para que me claven agujas en la frente y los cachetes inyectándome mi propia sangre? Había ido a buscar una buena experiencia, pero sentí como si miles de abejas me picaran a la vez, me dolía más que parir. Una mujer al lado mío se reía, histérica, diciendo que no le importaba sufrir “porque la belleza duele”, “porque la belleza cuesta”.