EDICIÓN 486

Barú se debate entre ese encanto natural que la convierte en un paraíso y las carencias de servicios básicos, por ejemplo, que la acercan al infierno. Sin duda, es un destino hermoso, pero hace falta mirarla desde adentro.
“Aquí, uno se aburre”, dice Cristian, joven venezolano de veintitrés años que administra uno de los 150 hostales que hay en la famosa isla Barú. Lo dice mientras lucha por acomodar sus rizos negros que bailan con la brisa fresca de la mañana, olor a Caribe. El agua del mar es turquesa y transparente a la vez; viene y va en silencio, al mismo ritmo de las palmeras. La arena, gruesa y blanca, acompaña el escenario perfecto para las selfis. Por donde se mire, uno se encuentra un fondo de lujo, de película, de luna de miel, de paraíso.