
La Argentina, que hace un siglo era una potencia, es hoy otro país tercermundista, inestable y pobre.
Decía Jorge Luis Borges, con su talento sabio y punzante, que “la deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama viveza criolla”. Hablaba de su país, la Argentina, cuya historia ha estado marcada por un ir y venir constante de ilusiones populistas, con sus correspondientes e inevitables desencantos, porque, a pesar de su potencial admirable, el pueblo argentino sigue cayendo en las ensoñaciones de redentores y caudillos que, a punta de viveza criolla, se adueñan del poder y terminan agravando los problemas que ofrecen resolver. ¿Volverá a caer en las elecciones de octubre próximo?
Serán, sin duda, unas elecciones cruciales, porque parecen estar dadas todas las condiciones para que la Argentina cierre de una vez por todas ese ciclo de declive a lo largo del cual pasó de ser una potencia en ascenso —como lo era, sobre todo, al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando sus reservas de oro y divisas se desbordaban de las bóvedas del Banco Central— a nada más que otro país tercermundista, con inestabilidad y pobreza, en el que gran parte de la población sufre carencias severas. Hoy, cuatro de cada diez argentinos son pobres.