Por Mónica Varea
“El hombre es esencialmente sociable, coma”, dictaba la doctora Álava. “No me parece”, respondía yo, un poco entre dientes pero con un tonito prepotente que lograba exasperar hasta al más tranquilo de los maestros del cuarto curso sociales. “¡Explíquese Varea!” Gritaba la profesora, y yo empezaba a defender mi teoría anteponiendo cual prefijo el consabido “o sea” y soplándome el flequillo. A renglón seguido, sin dejarme terminar ninguna de mis locas ideas, me echaba de clase por un día, una semana, un mes y hasta un trimestre en que yo pasé felizmente confinada en la biblioteca.
Más allá de la teoría que no recuerdo si era de Paul Rivet o de Augusto Compte y mi constante gana de fregar la pita, yo a mis 16 años estaba completamente convencida de que mejor se vivía solo.
