
La sonrisa, enorme como una flor, achina el rostro de Sara. Linaaa, grita una y otra vez alzando el tono, mientras cruza la plaza ladeando al gentío. Lina no oye y más bien trota hacia uno de los buses. Sara corre tras ella gritándole, hasta que Lina oye su nombre por encima de la estridencia callejera. Vuelve a oírlo más cerca. Deja de correr y se voltea en busca de la voz que sigue llamándola.
Se queda clavada en la acera. Los ojos y la boca se le abren con desmesura. Sus dos manos se pegan a sus mejillas. Sara, no puede ser; eres Sara, grita, en medio del tumulto. Sonríe, emite chillidos infantiles, abre los brazos para recibirla. Se funden en un abrazo intenso, infinito, aunque cada tres segundos se separan a fin de mirarse, reconocerse y maravillarse del increíble encuentro.
Lina y Sara, las dos amigas íntimas durante los seis años de colegio, vienen de encontrarse después de no haberse visto dos décadas y más, una vida entera. Entre empujones del gentío, tomadas del brazo, riéndose, se guarecen en un café. La una pide un té, la otra un jugo, y empieza la remembranza, entre risas, del pasado colegial y del presente, con discreción y con hambre reprimida.