Por Ana Cristina Franco
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta
Edición 460-Septiembre 2020
Dije mi primera palabra a los nueve meses de haber nacido y desde ahí ya no paré. Amaba las palabras y no perdía la oportunidad de hablar. Pero hablaba bajito. Los profesores y las tías me decían: “¿Qué es que dice, mijita?”, “Más alto, por favor”, “Hablará durito”. El volumen de mi voz está asociado a mi autoestima, y creo que gran parte del autoestima está relacionada al género. Lo digo en serio. Es más difícil hablar siendo mujer. Mientras por el mundo y, por lo general, los hombres hablan a pierna suelta, expresan sus ideas con orgullo, diciendo lo que quieran en las posiciones que quieran (no todos, es cierto), para las mujeres es más difícil, mucho más difícil, decir lo que pensamos. Esto no tiene que ver con hablar mucho o poco. Hablamos “como loras”, y también es cierto. Pero cuando ese discurso rebasa lo cotidiano, es más difícil hacerse notar. No recuerdo quién dijo que no importa el tiempo ni el espacio ni qué tan “empoderada” sea una mujer, mientras esté en un grupo de hombres, siempre se sentirá algo intimidada.
[rml_read_more]
Además de bajito, hablo rapidísimo. Es como si mi mente fuera más rápida que mi boca, como si temiera que mis palabras no lograran pescar la abstracción. Debo adelantarme a las ideas, atraparlas con el lenguaje antes de que se vayan volando como peces en el aire. Pero la velocidad de mis palabras también responde a otro factor: es como si sintiera (o supiera) que tengo poco tiempo para hablar. Mejor dicho: que la gente no tiene tiempo para escuchar(me). Que debo aprovechar mi turno. Y esto otra vez tiene que ver con lo ya antes mencionado.
