Esas callecitas tan vivas del barrio La Tola... Un niño más bien flaco, de cabellos rubios al aire, iluminados por el sol de agosto. Otros enanos de caritas pícaras, coshcos o greñudos; pantalonetas flojas y zapatos deslenguados. Todos corren en pos de un balón número tres, de esos hechos a mano en cuero vivo, a los que había que untar vela de sebo y ajustar el “poncho”, para que el inoportuno “bleris” no desbarate las jugadas.
Por canchas, el quebrado asfalto del tradicional vecindario; luego, el Parque Central de Los Laureles, al norte de Quito. Por arcos, los sacos y camisas de los pequeños peloteros. Alex Darío Aguinaga Garzón fue feliz así, con poco.
Pero con la pelota, pegada a sus pies como animalito cómplice e incondicional a su alegría. Y con el fútbol, que no los juguetes ni la ropa ni el remoto viaje a la playa, como inagotable exploración a los territorios de la dicha. Alex jugaba tres y cuatro partidos de aquellos de a diez goles primer tiempo, veinte se acaba. Hasta que el sol abandonaba el escenario y la cosa devenía en una épica de arcos abandonados y mete gol gana.