
La última vez que María Eugenia Basantes vio a su hijo, Alexander Romo, le dio un sorbo de agua; estaba sediento. Ella terminaba de tomar su café, mientras revisaba la página de anuncios clasificados de un matutino, en busca de un trabajo.
Era domingo 6 de noviembre de 1994. El pequeño, de dos años y cuatro meses, entraba y salía del restaurante, en la vieja terminal terrestre Cumandá, en el Centro Histórico de Quito. Jugaba con una pelotita verde y un esfero. Vestía una camiseta blanca y un pantalón celeste.
El tiempo, los momentos de depresión y la soledad no le han quitado ese recuerdo de su único hijo. La mujer ya llegó a los sesenta años. Alexander cumpliría la mitad, treinta años, en julio de este 2022.