Una carta de Darío III puso a prueba la decisión de Alejandro Magno de conquistar Persia, pero él echó la suerte a los dioses y ellos le dieron respuesta.
Era una carta importante, sin duda la más importante que hubiera leído jamás, y, a pesar de su juventud, él lo sabía. Tenía que calibrar bien cada frase, cada palabra. No podía equivocarse: cualquier error sería fatal. Era un texto frío, críptico, sin concesiones. “Vuelve —decía— a la casa de tus padres, a reposar en el regazo de tu madre, pues, como lo reclama tu edad, todavía tienes que ser criado y educado”. No era un consejo. Era una amenaza.
La carta la había escrito quien por entonces, siglo IV antes de Cristo, era el hombre más poderoso del mundo y el más temido, Darío III, rey de Persia, que había demostrado su fuerza conquistando Egipto en una campaña rápida y sangrienta. Quien la leía era, a su vez, el heredero del trono de Macedonia, llamado Alejandro, cuyas dotes de guerrero y líder habían aflorado desde que, a los catorce años, empezó a acompañar a su padre, el rey Filipo II, en sus campañas militares. Pero, a sus veintidós años, le faltaba la experiencia necesaria para asumir los desafíos que le proponía el destino. Tenía, en cambio, una formación intelectual sólida: su maestro era nadie menos que Aristóteles.
