Duelo de caballeros
Afuera, el mundo se incendiaba, pero allí, en el corazón de Roma y en medio de una recepción de diplomáticos, el olor a pólvora solo era tema de chismorreos. Aquel año, 1940, Italia se unió a la aventura de Hitler, sin embargo, para esa gente lo único que importaba era abrazar espaldas semidesnudas y bailar al ritmo de valses sacados de una Viena de otros tiempos.
Los lacayos, con impecables libreas, iban de aquí para allá, locos por los pedidos de invitados que querían resucitar al Imperio romano con todo su boato y gloria.
Entre estos sobresalía un diplomático de la España franquista al que el adjetivo “gordo” no le calzaba por ser demasiado vulgar; más bien era “vasto” pues así se veían sus ademanes, risas y formas.