
Así me dijo, al amanecer, en una diminuta iglesia playera que carecía de techo a causa del terremoto. A menos que me ayudes a matarlo, me susurró, como si orara, con los ojos puestos en un cristo flaco, cocido a cuchillazos. Como si la propuesta más bien la hiciera al crucificado. No respondí nada. Más bien me quedé en babia, aunque en realidad lo que hacía era trasegar en la novela El cartero llama dos veces, en la historia de Frank, quien “ayuda” a deshacerse de su marido a una preciosa mujer, con lo cual su destino se hace trizas.
Tres días atrás aún no nos habíamos visto en la vida. Sobre todo ella a mí, pues yo la había atisbado en el cine, en algún aeropuerto y en sueños, unas diez mil veces. Hasta que, el jueves en la noche, nos encontramos en la barra del Breaking Bar. Y ya al amanecer, estábamos juntos para siempre, aunque esa eternidad durara menos días que dedos en una mano.
Salimos de la iglesia en silencio y, como si cada uno estuviese yendo por diferente camino, volvimos a la playa. Recién al final de la tarde, cuando el sol se zambullía incendiando el horizonte, resbalamos hacia nuestra novela negra.