Por Jorge Ortiz.
Edición 434 - julio 2018.
Con la unidad occidental fracturada, los conflictos se multiplican. También las armas.
La puesta en escena fue prolija y minuciosa, de una perversidad cruda y sin sutilezas: llegó sin disculparse cuando la reunión ya había comenzado, su actitud invariable fue de displicencia y aburrimiento, dificultó los debates y los retorció y, para coronar su obra, se fue con rudeza antes de que todo hubiera terminado. Después, para que no quedaran dudas de su determinación, envió unos mensajes toscos y groseros en contra de quienes lo habían recibido con sobriedad y respeto. Con todo lo cual el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, dio un paso más, en verdad decisivo, en su propósito de demoler el Occidente.
Para entonces, transcurrido el primer año y medio de su mandato, Trump ya había puesto distancias enormes entre su país y el resto de las grandes potencias occidentales, que habían sido sus aliadas leales desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Había, por ejemplo, roto de manera unilateral e inconsulta el acuerdo internacional para la desnuclearización de Irán, firmado en Viena en julio de 2015, tras una negociación pulcra y difícil. Había, también, sacado a los Estados Unidos del acuerdo mundial para desacelerar el cambio climático. Y había, sobre todo, impuesto aranceles a diestra y siniestra, dinamitando así el libre comercio, que fue uno de los elementos clave de la prosperidad y el bienestar occidentales de los últimos setenta años.
