Por Milagros Aguirre.
Ilustración: ADN Montalvo Estrada.
Edición 432 - mayo 2018.
Hace no mucho estuv
e leyendo Los demasiados libros de Gabriel Zaid. Créanme, casi entro en pánico. En crisis existencial. Hacer libros, escribirlos, editarlos, corregirlos, imprimirlos o venderlos, es parte de una compleja trama de oficios imposibles y, a la vez, uno de los oficios más lindos del mundo.
Se escribe mucho y se lee poco, eso dicen. Sigo creyendo que se lee poco por puro prejuicio: se presume que a la gente no le interesa y, entonces, se limita su acceso al libro, se lo vende muy caro, se sube el precio del papel y de los insumos, se hace todo lo posible para que leer no sea parte del hábito de la gente. En los colegios, todavía, se manda a leer por castigo y, por lo general, lo peor de la literatura hace parte del pénsum escolar. Un complot. Sí. Un complot para tener a la gente alejada de los libros porque los libros son peligrosos: despiertan inquietudes, dudas, rebeldía, curiosidad, sed de conocimiento, hambre de cambios, conciencia. ¿Y quién quiere una sociedad consciente? Al menos, desde el poder, desde los populismos y la demagogia, ¡nada más peligroso!
Se edita muchísimo y eso sirve para ganar puntos. Se vende lo que se puede y jamás se recupera, al menos en mercados como los nuestros, la inversión realizada; sin embargo, nada más bello que una librería.