
Pedimos a uno de los motores de inteligencia artificial (IA) que nos diga qué novela deberíamos preservar si supiésemos que se acaba el mundo. Anticipó que era una tarea difícil, pero escogió Cien años de soledad pues “es un ejemplo destacado de la literatura latinoamericana y ha tenido un impacto significativo en la literatura mundial”. ¿O sea? Nada.
Sin ningún argumento sustantivo de por medio, culminó con esta otra vaciedad: “Además, representa una parte importante de la diversidad cultural y literaria de la humanidad”. Si en una prueba para estudiantes de bachillerato apareciese un texto de esa laya, cabría atribuirlo al matón de la clase, al empollón, como dicen en España. Ambos epítetos están reconocidos por el DRAE y califican al estudiante que se distingue más por su aplicación que por su talento. Media página aseadita, con la respuesta de cajón. ¿Es esto lo que se espera del artilugio, del ingenio que supera en inteligencia a toda la humanidad y que en un futuro no lejano nos habrá dominado por completo?
Límites de la IA
No importa cuántos trillones de terabytes se alineen en la IA, las respuestas seguirán siendo romas, aunque con mayores capacidades pueda recabar mejor información y la amontone para arropar su carencia principal: la incapacidad de crear. Por eso, por el momento, no se debe temer que la IA pueda remplazar a escritores y críticos.