1
Apenas empiezo a teclear, las ideas cuervas salen en estampida y yo me quedo con la palabra en la boca, como un loco en un manicomio abandonado. Hay alguien aquí, grito con todas las fuerzas de mi silencio y nadie responde. Y las teclas, quietas, como perros sin dueño, me miran con la lengua afuera. No tengo leche, mierda, les digo en la cara, como madre a sus voraces críos. Pero si quieren sangre, aquí me tienen. Y las teclas, como fauces, brincan en pos de los mendrugos lanzados por mis dedos antiguamente escribidores y ahora pasmados, yermos.
2
Tenía, por ejemplo, una idea jugosa proveniente a medias de la vida y a medias de la imaginación. Empezaba con la foto antigua de una pareja de adolescentes que miraban no a la cámara sino a sus respectivos ojos. Una foto mediocre adquirida en Las Pulgas, pero muy bella en la expresión. Las sutiles sonrisas y las miradas denotaban un amor genuino, poderoso y, al mismo tiempo extraño, ya que en lugar de dicha los rostros tenían cierta pátina de fatalidad.

3
Ella se llamaba Nora y él Daniel. Vivían en casas contiguas y entre sus padres había una relación de buenos vecinos, con juego de cartas el fin de semana y compartiendo la mesa en ciertos festejos. Ese ámbito armonioso y cercano fue tierra fértil para que la relación entre los dos chicos germinase y se fuera afianzando con la anuencia tácita de sus padres. Nadie advirtió que aquel amor primerizo, precipitadamente, se iba convirtiendo en una fusión desmedida. Una veneración mutua carente del destello juvenil y que más bien iba forjando una pareja lánguida, circunspecta, en cierto modo secreta, como si, además de pareja, fueran una secta.