La obra de Rafael Troya es la de la patria chica, esa patria que un siglo atrás se empeñaba en marcar diferencias entre sus regiones y urbes.
Pensar en un artista en particular nos lleva casi siempre a volver la memoria a sus obras más destacadas por la crítica o la historia. Aquellas que de una manera u otra se han convertido en elementos visuales que se reiteran impresas por comodidad o falta de conocimiento del corpus artístico al que se deben.
En este caso Rafael Troya, nacido en Ibarra en 1845, es recordado o requerido, si del mercado hablamos, por sus paisajes del Oriente o la serranía ecuatoriana.

Afortunadamente, conocemos que la vida de los artistas está comprometida —además de la propia labor de representar imágenes bajo los parámetros mandatorios del arte y la estética del momento vivido— con procesos políticos o sociológicos que enriquecen sobremanera la posibilidad de “leer” dichas imágenes.