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Zona de Fuego / 8.372 es el número

por admin

El genocidio de Srebrenica fue la peor matanza en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y el capítulo más trágico de la guerra de Bosnia (1992-1996). El pasado marzo un Tribunal de La Haya condenó a Radovan Karadzic, su cerebro, a 40 años de prisión.

Apertura---Zona-Srebenica

Texto y Fotos: Roxana Cazco

Radovan Karadzic ejerció durante la guerra de la desaparecida Yugoslavia la presidencia de la autoproclamada República Srpska, una nación serbia dentro de otro país: la recientemente independizada Bosnia y Herzegovina.

Soñaban él y sus secuaces ultranacionalistas sumar al demente ideal de la Gran Serbia —cristiana ortodoxa— ciudades bosnias habitadas en su mayoría por musulmanes (bosníacos).

Para ello, pensaron, había que matar a los creyentes de Alá. La estrategia fue emprender una operación de limpieza étnica en plena Europa del siglo XX y a un lustro del nuevo milenio.

El pasado 24 de marzo el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia condenó a este falso médico new age y poeta asesino (publicó un libro de poemas mientras huía por crímenes de lesa humanidad) a 40 años de prisión por genocidio. Según el organismo, Karadzic es penalmente responsable de la muerte de 7 500 niños y adultos musulmanes en la ciudad bosnia de Srebrenica. Sin embargo, para las familias de las víctimas los asesinos se llevaron la vida de 8 372 personas.

El Carnicero de los Balcanes también fue hallado culpable de crímenes contra la humanidad por los ataques a civiles durante el asedio a Sarajevo.

Esta sentencia, histórica según Naciones Unidas, revive el recuerdo de aquellos días oscuros de julio de 1995 cuando el horror llegó a Srebrenica.

Y también me trae a la memoria el viaje que emprendí hace menos de dos años a ese enclave cargado de culpas y dolor.

 

El amor en tiempos de guerra

Manuel estuvo en el primer convoy de civiles que llevó ayuda humanitaria a Bosnia. “Estás loco”, le dijeron su familia y amigos cuando comunicó el viaje en plena guerra. Claro, este español estaba casado y tenía hijos que aún dependían de él. No podía estar más loco.

“De la misma forma que voy a ayudar a unos niños que lo han perdido todo, si me pasa algo, habrá quien se haga cargo de mis hijos”, les respondió con la voz firme, esa misma voz que ahora se quiebra mientras las lágrimas resbalan en cascada.

Su esposa lo acompañó dejando al cuidado de abuelos y tíos a sus dos hijos y a un chico bosnio que pasaba las vacaciones con ellos como parte de un programa solidario en momentos en que estalló el conflicto. La familia del pequeño decidió entonces que no volviera a su país.

Se emociona Manuel en Potocari, el memorial de las víctimas del genocidio de Srebrenica. Allí es donde lo conozco: en este cementerio ubicado a cinco kilómetros de Srebrenica, ciudad del este de Bosnia y Herzegovina.

He tomado un autobús desde Sarajevo y han transcurrido tres horas y 135 kilómetros hasta llegar a la ciudad con más heridas de los Balcanes.

La guerra de la antigua Yugoslavia estalló en 1992 y duró cuatro años. Entonces cursaba Comunicación Social en la universidad pública y el conflicto marcó a toda mi generación. Seguimos de cerca los últimos minutos de noticiarios indolentes que relegaban la matanza a unas cuantas menciones. Del genocidio de Srebrenica apenas se habló. En aquella época los medios de comunicación ecuatorianos tenían escasa visión del contexto internacional. Tras veinte años, poco ha cambiado.

Al bajar del bus en Srebrenica conozco a un catalán con el que empezamos a hablar en inglés. Nuestros acentos nos delatan y cambiamos al español riéndonos. Realiza un documental sobre la guerra y plantea similitudes con el proceso de independencia que se intenta instaurar en Cataluña.

No comparto esa comparación, pero ambos decidimos respetar nuestras posturas.

“Esto es lo más parecido a un pueblo fantasma”, sugiero al realizador mientras avanzamos por la ciudad. El centro de Srebrenica no es más que cuatro calles pavimentadas, desoladas y nada acogedoras. Porque el recuerdo de lo ocurrido allí hace veinte años se convierte en un peso, una bruma invisible que cae sobre el cuerpo y ralentiza la marcha. Una tristeza.

Sabemos que hay gente pero no la vemos, tan solo algunos hombres carilargos sentados en una cafetería que nos siguen los pasos con la mirada. Los visitantes estorbamos, pienso.

Decidimos tomar un taxi hasta Potocari, adonde llegamos en apenas diez minutos. Aquel monumento al horror se asienta sobre una planicie de césped elevada sutilmente en el borde norte. Sobre ella reposan miles de obeliscos de mármol y otros tantos de madera pintados de verde. Se han identificado unos 6 300 cuerpos de los 8 372 musulmanes, la mayoría varones, asesinados por las tropas serbobosnias entre el 11 y el 13 de julio de 1995, una cifra plasmada en la placa de piedra que marca el inicio del camposanto.

El plan de limpieza étnica también arrebató la vida a niños y mujeres. A ellas las violaron. La víctima más joven, Fátima Muhic, una bebé de un día de vida, descansa en el panteón junto a su padre.

 Memorial

La misma fecha en todas las tumbas

Potocari debe ser el cementerio más triste de este lado del mundo. Aquí nadie murió de viejo. Son demasiadas placas con la misma fecha: julio de 1995. Los paneles de cemento que rodean el memorial contienen tantos nombres que parece que en cualquier momento las letras van a empezar a saltar.

Hay tierra removida y fresca en el panteón; al acercarnos vemos la tumba de Sejad Dervisevic, quien en julio de 1995 tenía apenas diecisiete años. Es nueva, acaban de identificar su cuerpo.

Manuel camina por las callejuelas empedradas del memorial sin poder camuflar las lágrimas. Lo intenta porque de alguna forma siente —como yo— que no tenemos derecho a llorar. Aquel dolor, tan respetable e injusto, pertenece a las madres, esposas e hijas de la barbarie.

Ha viajado junto a su esposa, una hija, su yerno y dos nietas pequeñas. Les acompaña Muhammed, el chico que acogieron en España durante la guerra, ahora un treintañero, casado y con una bellísima hija de tres años.

Vengan, dice Muhammed, y nos lleva al cineasta y a mí hasta la antigua fábrica de baterías, sede en 1995 del Dutchbat, el escuadrón holandés encargado de proteger a unos 60 000 musulmanes instalados en Srebrenica, declarada en 1993 “área segura” por las Naciones Unidas.

Es verano pero las enormes galerías de hormigón de la antigua base permanecen heladas. La más grande alberga una exposición fotográfica sobre la masacre. Algunas instantáneas han perdido color y otras están a punto de caer. Da la apariencia de un lugar abandonado.

En una de las instantáneas consta parte de la conversación transcrita entre Radovan Karadzic y un subalterno: “Todos tienen que morir, todo el que te encuentres”.

Muhammed nos conduce al extremo derecho del pabellón. “¿Tiene linterna tu móvil?”. Se lo entrego con la luz encendida. Pide que no entren las niñas. En la pequeña habitación hay una pared cubierta de manchas rojas hasta la mitad. “Es sangre”, dice. Huele diferente al resto del galpón, un olor a químico, y hace más frío. “Estaba llena de personas cuando los serbios lanzaron una granada por la ventana. Mataron a todos”, explica mientras baja la mirada y se restriega la frente.

En el centro de la galería, una estancia separada por tablones ocupa otra muestra. Son fotografías de las víctimas, proporcionadas por las familias, con objetos recuperados de los cadáveres y una breve historia de sus vidas.

Una de ellas es la de Ismet Hasanovic, de 38 años. En sus bolsillos los forenses encontraron dos canicas, una azul y otra roja con pintitas verdes. Su familia huyó de Srebrenica a Eslovenia en 1992 tras la matanza de musulmanes en la ciudad de Visegrad. Pero Ismet decidió quedarse y ayudar a recuperar los cadáveres de sus compatriotas arrojados al río Drina. Fue visto por última vez en Kamenica, una de las localidades que cruzó la columna humana que huyó a Tuzla, ciudad musulmana a 55 kilómetros de Srebrenica, poco antes de la llegada del ejército serbobosnio.

En la foto, Ismet muestra media sonrisa y aunque es imposible dejar de imaginármelo sacando cuerpos inertes de un río, lucho contra esa imagen a fuerza de las risotadas que le invento.

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