
Hay avances tecnológicos que, más allá de la intención de sus promotores, han aportado a la equidad de género. La máquina de escribir, por ejemplo, significó la “desexualización de la escritura”. Pero ¿qué pasa con las tecnologías digitales?
En el libro El artesano, Richard Sennett cuenta que su maestra, la autora de La condición humana, tenía claro que las personas que producen cosas o incluso tecnologías no son muy conscientes de sus creaciones y que es a la política a la que le corresponde dar esa orientación. Hannah Arendt, dice Sennett, llegó a esa conclusión cuando se desarrollaban las primeras bombas atómicas en Estados Unidos, las que fueron puestas a prueba en Japón, al final de la Segunda Guerra Mundial.
Hay una escena que, aunque no está en El artesano, muestra quizá mejor que ninguna aquella convicción de Arendt: la de un Albert Einstein impresionado con el dolor que había causado la tecnología que él sin querer había ayudado a crear, después de leer la historia de un grupo de sobrevivientes publicada por The New Yorker. Entre los mitos de la obra Hiroshima, se dice que Einstein mandó a pedir mil copias para repartirlas entre sus colegas y amigos, con la idea de mostrarles cómo la tecnología fuera de control, auspiciada por la ceguera científica y una burocracia mecanizada (de esos conceptos sí habla Sennett), llevan a la catástrofe y al caos.