Por Ana María Pozo ///
Foto: Juan Reyes ///
Suena el teléfono que está sobre el escritorio. La mujer escucha atenta. La sala de espera es pequeña, el piso está forrado con una alfombra gris y las paredes cubiertas con títulos y distinciones. La conversación es breve. La mujer entra a la oficina y abre las ventanas. El doctor quiere fumar.
El doctor Rodrigo Fierro es monolítico, como los moai de la isla de Pascua. Seguro y vertical. No tiene arrugas. En su rostro, los años se acumulan en las bolsas que cuelgan de sus ojos. Apoya sus brazos en el escritorio. Aparece el fuego y el humo que se desprende de la brasa del cigarrillo.
—¿Es verdad que su abuelo atendió hasta poco antes de morir? —me pregunta.
Mi abuelo, Arsenio de la Torre, fue profesor de semiología clínica en la Universidad Central, Rodrigo Fierro fue uno de sus alumnos. El Dr. Fierro tiene 85 años, es endocrinólogo y, a las siete de la noche, acaba de despedir al último paciente del día.
—Hasta el final. Atendía en su casa y los pacientes iban a visitarlo. Días antes de morir, atendió a la enfermera que lo cuidaba —le respondo.
Asiente porque es un moai que se mueve. Aspira el Marlboro blanco a través de una boquilla negra. El Dr. Fierro hablará de su infancia en una hacienda de Marcopamba, donde vivió y creció bajo la tutela de su abuelo Nicanor. Más tarde, recordará también los años en los que estudiaba en el Instituto de Patología Médica en Madrid, recordará a su maestro Gregorio Marañón, el médico humanista español pionero en los estudios de tiroides. Pero, en este momento, le hablo de mi abuelo que murió cuando tenía la misma edad que el Dr. Fierro. Y él escucha y asiente.
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El abuelo Nicanor era el hombre más fuerte que había visto. Lo veía siempre en contrapicado, como ven los niños a las personas mayores, y parecía todavía más grande de lo que era en realidad. A Rodrigo lo acostumbraron a pasar sus vacaciones con él, en la hacienda de Marcopamba, en la provincia de Tungurahua. Rodrigo se levantaba a las seis de la mañana, antes de que saliera el sol. Él y su abuelo cabalgaban hacia Gualcanga, otra hacienda, que se encontraba a más de tres mil metros de tierra. Eran caminos de tierra rodeados por montañas.
En aquellos recorridos, Rodrigo descubrió cómo hordas de campesinos hambrientos cruzaban el cerro Igualata, desde la árida provincia de Chimborazo, para recoger los residuos después de la cosecha. Con los ponchos sucios y sin zapatos, desesperados y quemados por el frío, se arrodillaban junto a los huecos que había dejado la cosecha de papas. Buscaban qué comer. Rodrigo no miraba sus manos lastimadas de horadar la tierra. Solo veía en sus cuellos un bulto del tamaño de una pelota de tenis: una protuberancia llamada bocio. Los indígenas de la región tenían la piel gruesa como el cuero, las facciones toscas, la lengua hinchada en la boca abierta y babeante, los ojos estrábicos. La frente sobresalía y la nariz achatada se perdía en la suciedad de sus rostros. Algunos tenían el vientre abultado como los niños desnutridos de África y se movían con lentitud y torpeza. Algunos eran sordomudos y otros solo tartamudos.
Eran, según la cruel terminología médica, los cretinos andinos. En sus comunidades, en cambio, los llamaban “inocenticos” y con ello aludían, sin saberlo, a la extraña etimología del término. De una variante dialectal del francés, crétin significa cristiano y los montañeses de Valais, población cercana a los Alpes, lo otorgaban a quienes habían desarrollado el bocio tiroideo y tenían cierto grado de retraso mental. Los llamaban cristianos porque eran incapaces de ejercer el mal, aquella banalidad.
El cretinismo endémico, junto con el bocio, son los trastornos más visibles de la carencia de yodo. El yodo es un elemento químico de color violáceo. En teoría, los seres humanos necesitamos menos de una cucharada de yodo por cada 50 años de vida, pero se trata de un nutriente esencial para el funcionamiento de la glándula tiroidea. La tiroides, del tamaño de un fréjol grande, lo necesita para producir la hormona tiraxina (T4), aquella que permite que el metabolismo funcione, regula el crecimiento corporal y el desarrollo nervioso. Cuando el cuerpo carece de yodo, la tiroides trata de suplirlo y aumenta de tamaño. De ahí el crecimiento del bocio. También produce deficiencia congénita en hijos de madres que no han recibido yodo suficiente durante el período de gestación. De ahí el retraso intelectual y neurológico.
Aquellos cuerpos que vagaban por la tierra impresionaron a Rodrigo. Años después, cuando ya era estudiante de Medicina en la Universidad Central, uno de sus profesores presentó el caso de un indígena con el bocio tan grande que sus ojos siempre miraban el techo. Rodrigo escuchó el diagnóstico: “Vamos a dejar que madure”. Rodrigo entendió que no había cura: dejar que las células proliferen era condenarlo a muerte por asfixia. La endocrinología era una rama incipiente, inexistente casi. La Universidad Central abrió la cátedra de endocrinología recién en 1966 y el Dr. Fierro fue su profesor titular.
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Antes de conocer al Dr. Fierro solo sabía que una vez al mes organiza tertulias literarias en su casa. Los invitados son doce: en su mayoría antiguos discípulos y, desde hace poco, dos mujeres. En esas reuniones, los médicos convertidos en críticos examinan distintas obras y lanzan sentencias con la misma precisión con la que escriben historias clínicas. El Dr. Fierro, por ejemplo, condenó Estambul, del Nobel Orhan Pamuk, la leyó, pero no la recomendó. Mucho menos La reina descalza, del español Ildefonso Falcones. El Dr. Fierro no pudo pasar de la página treinta. Con su grafía ilegible de médico, podría haber escrito: orden de no reanimar la respiración cardiopulmonar, es decir, la lectura, o sea, la vida.
No sabía que el Dr. Fierro empezó a estudiar Medicina en la Universidad Central, pero luego viajó a Madrid y terminó su carrera ahí. Se especializó en endocrinología y después en medicina nuclear en una época en que la palabra todavía recordaba la tragedia de Hiroshima. No sabía que había trabajado en la Escuela Politécnica Nacional, que había investigado la deficiencia de yodo en poblaciones rurales cercanas a Quito. No sabía que la deficiencia de yodo es común en planicies altas —desde las Montañas Rocosas hasta los valles de los Himalayas, el altiplano andino y las zonas altas de África— porque en ellas la cantidad de yodo en el suelo, el agua y los alimentos es escasa. A falta de sal yodada, en la década de 1960, el Dr. Fierro tomó la decisión de suministrar aceite yodado mediante inyecciones. Con el tiempo, el índice de bocio se redujo en 75%. Comprobó, entonces, que podía ser un tratamiento eficaz. Fue una maniobra arriesgada, una cura fantástica, porque nadie sabía cómo reaccionaría el cuerpo humano. Pasarían más de veinte años hasta que, en 1984, el Ecuador formalizara el programa de yodar sal como una política pública.
Tampoco sabía que había sido ministro de Salud de Jaime Roldós, profesor-investigador en la Universidad de Chicago, o investigador extranjero en el Instituto Técnico de Massachusetts, uno de los más prestigiosos del mundo. No sabía que el plan que había desarrollado en el Ecuador —la cura con aceite yodado— fue implementado durante la década de 1980 por la Organización Mundial de la Salud en los cinco continentes, y que viajó por el mundo, desde la República Popular China hasta el multifacético Camerún, para explicar el éxito del caso ecuatoriano. No sabía que este método salvó la vida de 60 millones de personas afectadas por la deficiencia de yodo. Tampoco sabía que en 2002 la Organización Panamericana de Salud lo nombró Héroe de la Salud Pública. No había leído su discurso de agradecimiento, Lo posible, ya y bien, que resume su trayectoria médica, pero también compone una ética de trabajo.
No sabía que era miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, de la Academia Ecuatoriana de Medicina y académico de honor de la Real Academia Nacional de Medicina de España. Tampoco sabía que en 2001 había ganado el Premio Eugenio Espejo, y que ha tenido la disciplina de escribir cada semana, durante treinta años, un artículo de opinión para El Comercio. No sabía que por uno de ellos, durante el Gobierno de Febres Cordero, fue condenado a seis meses de prisión, que terminaron reducidos a un mes de arresto domiciliario.
Todo lo aprendí después. Porque el día en que lo entrevisté por primera vez y le pregunté si es que podía ir a una de sus tertulias, me dijo que no con una carcajada extendida y silábica. Y en un descanso, antes de que la risa llenara de nuevo el consultorio, dijo: “Eso sí que está bueno”. Y aclaró: “Las mujeres tienen que ser relativamente liberales en cuanto, en las tertulias, no deja de haber una palabra fuerte, una expresión que, digamos, es de un género poco apropiado para oídos femeninos”.
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