
Atrás quedaron esas fotos en las que salíamos con cara de bobos, bobas, bobes, con los ojos diabólicos por alguna luz o flash mal parqueados, la boca abierta, los párpados cerrados, la expresión perdida, rara, desencajada, chistosa, alguna postura incómoda o rasgos faciales o corporales por los que maldecíamos a la Pachamama o a esos genes rebeldes que no encajan con el ideal de belleza, con el canon que, como sabemos, es aún blanco y europeo en muchas culturas.
Desde los años noventa del siglo anterior, gracias a la digitalización de las comunicaciones y el desarrollo de aparatos varios, entre ellos la cámara de fotos de los teléfonos celulares, ¿quién podría desfavorecer la imagen que proyecta a los otros?
Quizá solo unos pocos de manera consciente. Otra buena parte de la gente que anda en Internet y las plataformas sociales no vacilan a la hora de mejorar su imagen, filtrar sus imperfecciones y potenciar “lo bueno”. Entonces altera tonos para conseguir fotos más cálidas, modernas, veraniegas, dramáticas (nada mejor que el blanco y negro para esto último). Añade un poco de brillos, algún marco interesante y, si está de ánimo, orejas y bigotes de algún animal (de preferencia gata, conejo o perro). También cabe algún filtro de princesa o príncipe, por nombrar algunos de los más populares.