
Cuando se casó la Fabi se hizo una fiesta tan grande que, aparte de exterminar todo el gallinero, asaron una pareja de chanchos. Orquesta, cajas de güisqui, barril de ron, cien invitados. Como es normal, empezó con el vals, aunque lo bailaron todos menos la novia que ya no podía más con su barriga, en la que parecía brincar, mugir un ternero. Mientras se hacía el brindis con champán nacional y discursos pendejos, los novios se esfumaron y no rumbo a la luna de miel sino directo a la maternidad.
Entonces sí, se desató el zafarrancho. Papá, pequeñito y mostachudo, atorado por la corbata, brindaba y lamboneaba con superiores e inferiores. Mamá, pintada como geisha y con toda su gordura haciendo equilibrio en sus tacones, repartía risas y brindis con las señoras de los señores. De paso, coqueteaba con el capitán Garfio, papá del novio, que también era militar. Yo, que de nacimiento soy invisible, estaba en todas partes con mi ojo avizor. En las tres salas, en el jardín que entorna la piscina, en la cocina grande como capilla, donde una caterva de mujeres y el maricón del Churos se afanaban en los últimos toques de la comilona.
Cuando cayó la noche y el baile hacía temblar la casona, yo, con los primos babosos que eran tres y al timón el Richard, un primo semigringo con cara de futuro matón, logramos abrir el candado de la casa vieja. Allí estaban, guarecidos o escondidos o presos, un terceto de vejestorios: dos bisabuelos y una bisabuela, que ya estaban mitad fosilizados mitad locos de tanto seguir algo así como vivos.