
A don Viaskinni lo he visto desnudo algunas veces, pero este domingo a medianoche casi me mata del susto. Había decidido bañarse sin ayuda de nadie. No sé cómo logró bajarse de su cama y reptar hasta la sala de las duchas. Yo lo encontré saliendo de allí. Mejor dicho, lo halló el haz de mi linterna.
Desnudo, la calva brillante, los brazos de simio apoyándose en el suelo y los velludos muñones de sus muslos arrastrándose, como si más bien estuviera hundido en el piso. Casi groseramente lo tomé como a un monstruoso bebé, sus brazos de veterano de guerra se aferraron a mi flaco torso, y atravesé el largo dormitorio hasta soltarlo en su camastro.
Eso hubiese sido todo, pero la maldita noche recién empezaba. Una hora más tarde, la anciana de la cama 47 empezó a pronunciar reiteradamente un nombre, Diego o David, no lo recuerdo. Lo susurraba, como si el aludido estuviera sentado al pie de su cama y la ignorara. Poco a poco, como si este se distanciara sin despedirse, lo llamaba en alta voz y después a gritos, en la silenciosa oscuridad del dormitorio.