El cero es la pieza fundamental de las matemáticas. Sin embargo, llegar a ese pequeño círculo tan usado, nombrado y a veces menospreciado no fue para nada sencillo. Su hallazgo requirió mucho tiempo e imaginación y su introducción en el actual sistema de numeración fue una proeza intelectual de tal calibre que abrió el camino a todas las ciencias.
Cierto es que casi todas las civilizaciones antiguas emplearon algo, una palabra, un símbolo o un espacio vacío para representar la nada en sus cuentas o mediciones, aunque muy pocas llegaron a advertir que esa “nada” podía ser varias cosas a la vez: desde un marcador de posición, hasta la representación del valor nulo, el intermediario entre los números positivos y negativos o, incluso, la simbolización del infinito.
Para alcanzar este grado de abstracción tan elevado, el marroquí Georges Ifrah, en su magistral investigación titulada Historia universal de las cifras, nos cuenta que primero fue necesario descubrir el principio de posición, es decir, que cada número adquiere un valor según el lugar que ocupa. En el número 505, por ejemplo, el cinco cumple dos funciones de acuerdo con su posición: de centena y de unidad.
