
Todo indica que asistimos a un funeral. El periodismo es el cuerpo inerte al que hay que enterrar, según los nuevos paradigmas de la comunicación. Da la impresión de que este ha sido reemplazado por la corte de los llamados dircom (directores de comunicación) que, desde las instituciones, sean públicas o privadas, mueven los hilos de qué y cómo hacer opinión pública. Marketing y relaciones públicas: la pareja perfecta en la tarea de la comunicación.
Parte de la paradoja de nuestro tiempo: nunca ha habido más formas de comunicarse y nunca ha estado tan desvalijado el oficio. No ha sido suficiente su descalificación constante. Hoy, esa descalificación hasta suena merecida, con el perdón de algunos colegas: periodismo de pauta, chistes facilones, periodismo de escritorio que hurga en Facebook, Twitter y TikTok para hacer noticia, instituciones que crean páginas en redes sociales y que las bautizan con nombres de supuestos medios para viralizar noticias falsas, amarillismo potenciado a sus máximos niveles, boletines de prensa reproducidos exponencialmente, como un virus que contamina las noticias, periodismo que no pregunta, sino que reproduce. Para colmo unas empresas periodísticas quebradas, que malpagan a sus reporteros y una sociedad que los castiga y unos poderes que los amedrentan y amenazan.
Pese a todo eso, quiero hacer un alegato en defensa del oficio, por la urgencia de contar historias en estos tiempos más bien confusos, de volver a las calles para descubrirlas, de nadar a contracorriente. Un alegato para no perder la capacidad de asombro, para preguntar, para no comer cuento ni tragar sin masticar, para dudar de las verdades absolutas. Confirmar rumores, inquietarse, investigar, sorprenderse por la mirada del otro, confrontar puntos de vista, verificar fuentes, tener la curiosidad del gato y el olfato del sabueso.