
A J. Vásconez lo conocí en 2008, en medio de sus divagaciones de humo y sombras en una ciudad inventada: prisionera bajo una lluvia pertinaz y siempre envuelta en murmullos y rumores. Esa ciudad podía ser Quito, mi propia cuna. O podía ser solo su lado oscuro y tenebroso, que también puede ser mi cuna, para qué negarlo.
Cuando lo conocí trabajaba muy a su pesar en un diario local y andaba siguiendo la pista de un alcalde algo loco, un jockey echado a morir, un coronel anclado en sus sueños de soberbia y un asesino que era tullido de corazón. Además, claro, de que andaba detrás de una mujer casi ubicua, Sofía, en cuyo cuerpo J. Vásconez parecía buscar las claves para entender su ciudad, y, de paso, a sí mismo.
Era ya un apostador. Empezaba asimismo su colección, como él lo confesaba, neurótico y envenenado de memoria y nicotina: “Por lo demás, fui acumulando con la voracidad de un coleccionista algunos recortes de prensa: fotografías, artículos, noticias que describían con sutileza la conciencia de esta ciudad”.