Aunque el cine de terror sea rentable y tenga millones de fans en el mundo, sigue siendo mirado en menos por otros cinéfilos más “cultos”: que si es efectista, que si los argumentos son burdos o que si se repiten estereotipos.
Hoy quisiera hacer de abogado del diablo —suena ad hoc, ¿no?— y aventurar algo más allá de las apariencias. Quizás hile demasiado fino, pero después de haber visto tantas películas de este género es imposible obviar ciertos patrones que no son sino reflejos de nuestras sociedades modernas, en el sentido en que nos obsesionan las clasificaciones y las tachas. Por ejemplo: ¿cómo trata el cine de terror a las discapacidades?
Me recomendaron que no viera Don’t Breathe 2. “¿Por qué no?”, pregunté. “Ya verás”. El chiste funciona si sabemos quién es el protagonista de la saga: un hombre ciego más peligroso que el demonio. Por supuesto, fui a verla apenas la estrenaron. Más que disgustarme por sus yerros —que los tiene—, me hizo pensar. La discapacidad es una representación tan radical del otro que nos provoca terror, nos aterra enfrentarla.