
Lo primero, creo, es reconocer que la mayoría no sabemos realmente sobre el agua que corre todos los días por nuestras tuberías. Quizá hayamos escuchado que estamos hechos de agua (cerca del 60 % de nuestro cuerpo, nos han dicho) y la superficie del planeta un poco más (70 % está cubierta de agua). El líquido vital parece interminable cuando pensamos en los océanos, es cierto, pero resulta que solo 2,5 % de toda el agua disponible en el planeta es dulce, esa que tomamos, con la que nos aseamos, preparamos nuestros alimentos… y devolvemos por el retrete, tuberías y alcantarillas al Machángara y al Monjas, en el caso de Quito.
Apenas 3 % del agua que regresamos a los ríos de Quito, sin contar con las plantas de tratamiento en los valles, pasa por un proceso para eliminar contaminantes, según cifras de la Empresa Pública Metropolitana de Agua Potable y Saneamiento de Quito (Epmaps). Solo 3 %, sí. El resto, mezclado con suciedad y desechos, bacterias, detergentes, aceites, productos químicos varios, mierda, va del sistema de alcantarillado a los ríos, atraviesa ecosistemas que dependen del agua, llega al mar y vuelve en forma de sal, pescado y mariscos… de enfermedad y muerte.
Quito es una de las ciudades que peor gestiona sus aguas residuales en el Ecuador —apenas 3 %, sí—, pero ese no es el único problema. La revista científica Inland Waters publicó en 2021 un estudio sobre el impacto humano en los ríos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Uruguay y Venezuela, “Amenazas actuales y futuras para la gestión de la calidad ecológica de los ecosistemas de agua dulce de América del Sur”, en el que participaron alrededor de treinta investigadores e identificaron problemas comunes, básicamente agricultura, minería, deforestación y urbanismo ecológicamente no responsables. Entre ellos estuvo la ecuatoriana Blanca Ríos Touma, profesora investigadora en la Universidad de Las Américas, bióloga y ecologista acuática, y con quien conversé para ignorar un poco menos.