
En medio de la sobresaturación de malas noticias del año, varias pérdidas de seres queridos cercanos y la neurosis pandémica, pensé que iba colapsar de estrés. Los siete kilómetros diarios ya no eran suficientes y el vacío estomacal, que es tan conocido para los ansiosos, me visitaba con constancia varias veces en el día.
Fue tal su persistencia que, en el máximo desespero, decidí que era momento de intentar algo distinto. Yo estaba pensando que necesitaba una suerte de terapia de shock, como los que tienen terror a volar y los someten a simulador de vuelos, hasta que, por repetición, sueltan el miedo.
Pensaba que sería bueno ver a los cucos en la cara, sacarles la lengua y seguir así, infinitas veces, hasta que se vayan. Me debatía internamente acerca de qué tipo de shock realmente necesitaba y, mientras seguía sentada frente a mi computador en casa, los cucos volvían a su lugar habitual, al abrigo seguro de mi estómago y al vuelo supersónico en mi mente cuando se trata de imaginar el peor escenario posible.