Yo vivía en el bosque muy contento.
Moris

Desde que supe de ella por primera vez, la interrogación del conatus spinoziano me ha servido como guía en momentos difíciles de la vida. ¿Qué puede un cuerpo? Esa simple pregunta iluminó varias veces el paisaje incierto del tiempo detenido —paralizado— por el dolor o por el miedo. Mi cuerpo vive, respira, se empecina —debo haberme dicho quién sabe ya cuántas veces—; en él la vida se obstina, aunque el mundo se encarnice a veces. Creer en esa vida que el cuerpo abriga y busca como un animal olfativo: creer en esa fuerza impersonal pero concreta por sobre todas las supersticiones de la mente, ha sido, insisto, muchas veces, mi único salvavidas cuando todo se ha vuelto caos.
Pienso en el sencillo verso de Héctor Viel Temperley: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Pienso en cuánto tuvo que haber vivido el poeta para escribir esa línea simple y verdadera, para haber encontrado la sintaxis capaz de mostrar ese viaje hacia lo desconocido, lo más próximo, lo incognoscible: su cuerpo. Pienso en esa canción de Nina Simone, “Ain’t got no - I got life”, tan triste y vital y soberana, que dice con tanta potencia, con tanto orgullo, una soledad irremediable: dice que no tiene padres, ni hermanos, ni casa, ni educación, ni iglesia, ni dios, ni amigos, ni hijos, ni dinero, ni ropa, ni tierra, ni amor. ¿Qué es lo que tiene, sin embargo? Y entonces enumera las partes de su cuerpo, las más materiales, no metaforizables: tengo mi cabeza, dice, mi cerebro, mis orejas, mis ojos, mi nariz, mi boca, mi sonrisa. Y sigue: tengo mi lengua, mi barbilla, mi cuello, mis tetas, mi corazón, mi espalda, mi sexo. El verso final dice, categórico, simple: tengo vida.